Desde octubre de 2010

jueves, 30 de agosto de 2012

Meche de Noche: la mujer perfecta.

 Era chiquita. Y también menudita, morena satinada y sensual por cualquier costado. No bien bajó del avión que la trajo del D.F., se puso al mismo tono del cónclave de vedettes que, visiblemente desveladas, la recibían en el aeropuerto tapatío disimulando la desmañanada detrás de gigantes lentes oscuros. Tenían que recibirla, aunque no hubiera dado la orden Don José. Era Meche Carreño, vaya. La estrella de la temporada en Afro Casino, el plato fuerte. Llegando del aeropuerto al night club, no bien bajó del coche y Meche ya les daba besos a todas, como si las conociera desde niña: hablaba la exótica lengua de encueratrices y cancioneras, coreógrafos y secres.

Tras bajar brevemente y mirar el local donde ensayaría horas más tarde, Meche recibía todas las atenciones del dueño, quien ya había dispuesto chofer y vehículo para trasladarla a penthouse de las Suites Bernini, pero el espíritu libre y travieso de la veracruzana tenía otros planes que no incluían libretos preinstalados. "Quiero ir a caminar al centro, tengo sed, quiero comprarme unos huaraches," anunció. Sorprendido por la decisión que debía respetar, y deseando quedar bien al mismo tiempo con la artista, Don José volteó a verme y sentenció: "Quique Gavilán te acompañará. Él será tu acompañante." Aunque ya me había saludado entre la bola, ahora toda la atención de Meche se desbordaba en unos dientes parejos y blanquísimos que dibujaban una alegre sonrisa. Se la devolví simultáneamente, mientras Don José le explicaba que era yo el Maestro de Ceremonias. Y sin más preámbulos que un "¡Vámonos, vente!", Meche Carreño y yo salimos solos a caminar desde el Afro Casino por el centro de la templada y provinciana Guadalajara ese verano de 1977.

Nunca había caminado yo con una mujer así de formidable. Lejos de tener aires de diva, la Carreño era esa mañana, la sencillez con pies. Sólo vestía -y me atreveré a afirmarlo- un vestido de tela de algodón estampado, que cualquier muchacha humilde podría portar. Ni una prenda más se adivinaba, y ni falta que le hacía: todos los lugares comunes con los que se ha descrito su cuerpo cabían en el vestido y le hacían honor. Con el pelo suelto, sin lentes de sol, gota de maquillaje o perfume, y caminando entusiasta en sandalias de cuero, Mercedes me platicaba de su experiencia del día, y yo de la mía. Me preguntaba sobre el cabaret, y yo le respondía ampliamente. A medida que nos acercábamos al crucero de Juárez y Alcalde, en una esquina un par de chicas la detuvieron: "¡Tu eres Meche Carreño!". -"¡Sí!", respondía sorprendida como si apenas lo estuviera descubriendo, y les firmaba alegre unos autógrafos. Bajamos luego por el desaparecido subterráneo donde tomamos chufas, mientras la veía deslumbrante, bebiendo de los jugos frutales como si estuviera en una ofrenda a Tlazoltéotl. Un par de cuadras más, unos humildes huarachitos  más tarde, y Meche estaba lista para ir a su penthouse a reposar antes del ensayo. La acompañé en un taxi hasta la puerta del delgado edificio de Vallarta y Unión. 

Horas después, bajo la ácida y desangelada luz de tubos fluorescentes, el viejo Afro Casino -digamos- era un rabo verde que se perfumaba con Lavanda Añeja para fisgonear lo que Meche tenía planeado. En leotardo negro, checando luces y sonido, y dándole instrucciones a Rafael Elizondo, su pianista y arreglista, la artista no hizo mucho aspaviento y hasta dio tiempo a que las vedettes se ensañaran con la vetusta orquesta. Pocos minutos estuve ahí, porque a mi parecer ninguno de los tuxedos con que yo contaba en esa época hacían honor a la rutilante presencia. En otras palabras, renté un smoking para el debut de la Carreño. Y desde las 10 de la noche, cuando la orquesta tocaba "para bailar", en el sitio no cabía un alma extra. La barra era pródiga para surtir pedidos de los reservados, y la vieja cocina -que a los clientes servía sendos platones con carnes frías y quesos y a las artistas enchiladas o chiles rellenos- estaba igual, de plácemes. Cuando me tocó abrir la variedad, recuerdo que canté por única vez "Cabaret" de Liza, en un arreglo que me había hecho el pianista de Wanda Seux. Nervioso y con ansiedad evidente, fui desgranando la larga lista de participantes en la variedad, que como yo sacaban sus mejores trapitos a los reflectores, hasta que se creó una pausa para preparar el escenario: un piano de estudio, vertical enmedio de la pista, donde se deslizaban los seguidores al compás de una seductora música, preámbulo de aquella a quien anuncié en la penumbra: "¡Con ustedes, Meche Carreño!". Y entonces la mujer menudita, chiquita y de cara pícara y traviesa, volvíase una diosa, gigante, incontenible. Sin una magna voz que la respaldara, su acto era gozar profundamente de las notas de Rafa, aderezadas con la orquesta. "La Mujer Perfecta" sonaba ya, y Meche de los cinco velos se había despojado ya del último, para subir a la cima del piano y convertirse, literal y virtuosamente, en una musa para el pianista que poemaba con ella, creaba magia e improvisaba un espectáculo sin poses, como de dos amigos que se encuentran, coinciden y celebran la existencia, el placer y la noche. 

Cabe decir que nunca antes presencie a una mujer que por unos minutos se desenvolviera totalmente desnuda y que no fuera estatua, desplazarse y evolucionar en una sensualidad que estuviera tan lejos de la vulgaridad, que no ofendería a nadie, ni siquiera a una que otra santa familia que se aventuró a presenciar el primer show, y que tuvo oportunidad de ver a esta musa gigante danzar por la pista del Afro, unas veces como pluma de nieve, otras como pantera sobre bongoes que incendiaron la noche. María de las Mercedes Carreño Nava, la dama, el mito, la otra virginidad que nos regaló a todos los que noche a noche, en ese breve lapso, fuimos copartícipes de cómo se concibe en un foro, con buena música y buen vino, una mujer perfecta












miércoles, 22 de agosto de 2012

Un reencuentro con Don Gerardo.

Tenía cerca de seis años. Como otros tantos domingos, mi padre me llevaba al Parque Agua Azul en las tardes, para que participara en el Jardín del Arte. A tan corta edad sentía ya la urgencia por jugar con los colores entre mis manos. Los lápices habían pasado de moda, y ahora los crayones eran mi arsenal para experimentar. Sentado entre verdaderos profesionales, adultos y otros niños que nos sentíamos pequeños Picassos, estaba absorto tratando de resolver alguna sencilla estampa que el profesor me había encargado, cuando de reojo veo pasar detrás de la zona de caballetes a un grupo de personas, hombres trajeados, unos diez. Unos minutos después, embobado en mi dibujo, siento una mano que me acaricia el cabello. Pensando que era mi padre no voltee, hasta que escuché su voz diciendo: "¡Salúdelo, m'ijo, es el Dr. Atl!", y entonces caigo en cuenta que él era el autor de la caricia: un viejecito de larga y blanca barba, delgado, no muy alto, vestido con un saco negro, sombrero de fieltro y sueter del mismo color. Me miraba fijamente, con una agradable sonrisa, y luego murmuró unas palabras al oído de mi padre. Aunque Don Gerardo Murillo Cornado -nativo del barrio de San Juan de Dios -cercano a donde yo crecía- era entonces un perfecto desconocido para mí, intuí que estaba frente a todo un personaje. Era el mismo político, cuentista, vulcanólogo, ensayista, periodista e intelectual que uno o dos años después se convertiría en mi ídolo desde los antiguos muros del Museo Regional de Guadalajara, donde admiraba sus volcánicos paisajes y autorretratos. Entonces decidí arrancar un pedazo de papel kraft de un pliego que llevaba para mis esbozos, y con mucha seguridad le dije: -"Dr. Atl, ¿Me da su autógrafo por favor?" Escuché unas risitas de la comitiva que nos rodeaba, seguramente altos funcionarios de cultura y educación de su estado natal, en aquel 1963. -"Encantado...", me respondió, tomando con sus temblorosas manos la pieza de papel, donde una vez que tomó un crayón blanco, estampó la conocida rúbrica de su seudónimo. 

El encuentro así terminaba. El reconocido artista se alejaba y lejos estaba yo de imaginar que a sus 87 años, viviría sólo unos meses más. Sobra decir que Don Enrique Zenteno estaba orgullosísimo de que el mismísimo padre del muralismo mexicano le hubiera dedicado estos segundos a su xocoyotito. Hablaba con un vivo gusto de algún elogio sobre mí que le había murmurado el pintor, anécdota que, sospecho yo, al paso del tiempo primero me hizo pavonearme pero luego me sonó a compromiso -no del comentarista, sino por llenar la expectativa: "el niño dibujaba bien, ahora habría que estar a la altura", pero no me dediqué a la pintura. Pasó medio siglo, y hace unos días invertí tres horas viendo sus trazos, mezclas de tonos, texturas y perspectivas. Justo ahí, desde las estupendas salas del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, sentí que regresaba por un terreno familiar. El orgullo por la anécdota, siempre me acompañará.




Autorretrato, 1948, Atl Color /cartón. De la colección del Museo  Blaisten. Enlace