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miércoles, 22 de agosto de 2012

Un reencuentro con Don Gerardo.

Tenía cerca de seis años. Como otros tantos domingos, mi padre me llevaba al Parque Agua Azul en las tardes, para que participara en el Jardín del Arte. A tan corta edad sentía ya la urgencia por jugar con los colores entre mis manos. Los lápices habían pasado de moda, y ahora los crayones eran mi arsenal para experimentar. Sentado entre verdaderos profesionales, adultos y otros niños que nos sentíamos pequeños Picassos, estaba absorto tratando de resolver alguna sencilla estampa que el profesor me había encargado, cuando de reojo veo pasar detrás de la zona de caballetes a un grupo de personas, hombres trajeados, unos diez. Unos minutos después, embobado en mi dibujo, siento una mano que me acaricia el cabello. Pensando que era mi padre no voltee, hasta que escuché su voz diciendo: "¡Salúdelo, m'ijo, es el Dr. Atl!", y entonces caigo en cuenta que él era el autor de la caricia: un viejecito de larga y blanca barba, delgado, no muy alto, vestido con un saco negro, sombrero de fieltro y sueter del mismo color. Me miraba fijamente, con una agradable sonrisa, y luego murmuró unas palabras al oído de mi padre. Aunque Don Gerardo Murillo Cornado -nativo del barrio de San Juan de Dios -cercano a donde yo crecía- era entonces un perfecto desconocido para mí, intuí que estaba frente a todo un personaje. Era el mismo político, cuentista, vulcanólogo, ensayista, periodista e intelectual que uno o dos años después se convertiría en mi ídolo desde los antiguos muros del Museo Regional de Guadalajara, donde admiraba sus volcánicos paisajes y autorretratos. Entonces decidí arrancar un pedazo de papel kraft de un pliego que llevaba para mis esbozos, y con mucha seguridad le dije: -"Dr. Atl, ¿Me da su autógrafo por favor?" Escuché unas risitas de la comitiva que nos rodeaba, seguramente altos funcionarios de cultura y educación de su estado natal, en aquel 1963. -"Encantado...", me respondió, tomando con sus temblorosas manos la pieza de papel, donde una vez que tomó un crayón blanco, estampó la conocida rúbrica de su seudónimo. 

El encuentro así terminaba. El reconocido artista se alejaba y lejos estaba yo de imaginar que a sus 87 años, viviría sólo unos meses más. Sobra decir que Don Enrique Zenteno estaba orgullosísimo de que el mismísimo padre del muralismo mexicano le hubiera dedicado estos segundos a su xocoyotito. Hablaba con un vivo gusto de algún elogio sobre mí que le había murmurado el pintor, anécdota que, sospecho yo, al paso del tiempo primero me hizo pavonearme pero luego me sonó a compromiso -no del comentarista, sino por llenar la expectativa: "el niño dibujaba bien, ahora habría que estar a la altura", pero no me dediqué a la pintura. Pasó medio siglo, y hace unos días invertí tres horas viendo sus trazos, mezclas de tonos, texturas y perspectivas. Justo ahí, desde las estupendas salas del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, sentí que regresaba por un terreno familiar. El orgullo por la anécdota, siempre me acompañará.




Autorretrato, 1948, Atl Color /cartón. De la colección del Museo  Blaisten. Enlace








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