Desde octubre de 2010

jueves, 24 de enero de 2013

Colonia Adulta


Primero los veía como se ve a cualquier otro extraño. Y de tanto verlos día tras día, camino a casa, llegó el momento en que les hablé. Sobre todo las buenas tardes, las buenas noches, migajas de palabras. Estas personitas de la tercera edad llegaron a convertirse en muy poco tiempo, en figuras familiares de mi diaria rutina.

Los primeros, un matrimonio al que siempre miraba pero nunca les dirigí la palabra; él como de 70 y la señora un poco menor, ambos dueños y señores de su porche. La señora diabética, como bauticé a la segunda, quien nunca falla en responder a mi saludo. Luego la viuda, la que vive rodeada de basuras y trebejos acumuladas con desenfado durante décadas. Y finalmente, Don Valentín, el de la casa pequeña.

Todos ancianos, algunos enfermos y otros no. Todos náufragos de esta vieja colonia de casi 50 años que todavía no se cae de vetusta y, a diferencia de sus hermanas, se ha negado al doloroso proceso de envejecer aparatosamente. No, esta colonia conserva sólo en algunas construcciones el aire sesentero que le dió tanto prestigio, porque en lo demás se ha maquillado de barrio moderno, algo distante del sitio donde los jóvenes matrimonios que llegaron aquí rodeados por tierras de cultivo, fincaron una vida cómoda y segura sin delincuencia, con vecinos amables en su mayoría; criaron niños que en un santiamén crecieron, se casaron y se mudaron a tierras más altas, a pulcras residencias lejos de las tranquilas calles donde dejaron a sus padres, que no les quedó sino un mutuo acompañamiento de su vejez y soledad. "Es una colonia de adultos, una colonia adulta", dice la gente.


De esa cepa provino el matrimonio relojero. Así les bauticé cuando al pasar cada noche los veía, cómodamente sentados en su pequeño porche, rodeados de frondosas plantas, mientras escuchaban boleros y música de tríos de los años cuarenta y cincuenta. El señor ya portaba una cabellera plateada en su totalidad, mientras la señora era el retrato vivo de la típica abuela clasemediera, sencilla y de carácter agradable. Por la ventana que domina la casa, desde donde salían los sonidos de Fernando Fernández o Avelina Landín, asomaba una mesa de relojero, con las lámparas fluorescentes, lupas e instrumentos propios del oficio. Un letrero de "Relojero y Joyero" y "Relojes de Quartz, Cuerda, Automáticos" confirmaba la vocación del varón, siempre callado y serio desde los gruesos cristales de sus anteojos. Yo veía sanos a los dos.



No pensaba lo mismo de la señora diabética. Incluso ignoro si tiene diabetes -y no se lo deseo- porque nunca se lo he preguntado, ni me atrevería. Es un diagnóstico atrevido de mi parte para una señora sesentona, poco obesa y de baja estatura, que se ayuda de un andador para desplazarse lentamente un par de metros, hacia una silla en su cochera desde la cual ve pasar el tráfico de coches y gente en la avenida. Vive en una casa triste, que dudo mucho haya sido alegre algún día, porque es de ese tipo de casas recubierta de un color que aunque en apariencia alegre, fue elegido para lucir avejentado. La señora es parte de esta gris estampa. Desde su silla, con una mirada que delata un añejo sufrimiento que se quiere disfrazar de sonrisa -una mueca, pues-, la señora suaviza su expresión cuando paso y la comienzo a saludar. Me responde igual y la conversación jamás avanza pese a los años que sostiene la misma. La señora diabética no sale cuando hace frío, y por la ventana alcanzo a ver una cocina que, sospecho, es tan sosa como la casa y no alberga ricas viandas. Es una casa que debe valer mucho por su ubicación, en la que quizás nunca hubo demasiado dinero. No hay rastros de mucha familia, ni señales de niños. En el pequeño cuadro de 2 x 2 que sobrevive como jardín, hay una losa que hizo las veces de banca y un par de plantas tristes que se suman a la estampa.


Otro hogar con plantas tristes es el de la viuda. Ella vive en una casa que, a finales de los años cincuentas debió ser impresionante. Y digo debió, porque sospecho fundadamente que desde esa época no se ha pintado uno de sus muros, ni repuesto vidrio alguno, y las descuidadas hierbas y árboles del amplio jardín, siguen vivos gracias a la lluvia y nada más. La basura, kilos de hojas y un viejo Cadillac arrecholado al fondo, complementan el panorama desde donde sale la dama. Debió haber sido bella en sus días, sospecho, por su estructura ósea y su mirada. Es de esas señoras que no tiene más tiempo para arreglarse. Creí haberla visto con un señor de su edad, y luego no lo volví a ver más, por lo que intuí que era viuda y sus hijos se aparecían 3 ó 4 veces al año -mas no para hacer aseo. Ella vive sola, aunque acompañada por dos fieles perritos, y me pregunto cómo será el interior de esa casa. Al porche han ido a parar vitrinas, trinchador y sillas de factura muy antigua, deteriorados como para el carretón, y ahí han visto varios inviernos hasta que desaparecen paulatinamente. La señora, igual que la diabética, sólo respondía a mis 'buenos días' religiosamente, si bien no me atreví a abrir una conversación en forma.

Con quien sí conversé desde un principio fue con Don Valentín. Este hombre, solo en una pequeña casita a sus 94 años, barría a las 7 de la mañana banqueta y frente de su vivienda, para luego calarse su guaripa norteña y treparse en su bicicleta -siempre amarrada frente a su vivienda- y perderse cinco minutos pedaleando por el barrio hasta regresar, ágil y entero, para cocinar su desayuno. Cuando lo empecé a saludar me sonreía tan francamente que no pude evitar el '¿Cómo le ha ido?' y así me enteré de algunos detalles de su vida, de cuna campirana. Me saludaba fuerte, y me decía "¡Qué chulada de saludo, de manos!", refiriendo que así se conocía a la gente sincera. "¡Qué afortunado soy de tener tanta gente bonita a mi alrededor!", celebraba, y luego lo dejaba sonriente, sentado en su mecedora que colocaba justo a la puerta principal, mientras escuchaba el radio bajito. En las noches, ya con su puerta cerrada, lo veía por la ventana cenando en una mesita mientras veía las noticias. Un hombre decente, querido por sus vecinos, y visitado por sus hijos cada fin de semana. Su casa modesta, por cierto, reflejaba en su limpieza el carácter de su dueño. "Soy Valentín, para servirle," me dijo. "¡Diosito me ha concedido vivir 94 años, y no me doblo, nomás me pandeo poquito!", anunciaba al sonreir con su rostro expresivo, ojos vivaces y gestos elocuentes. 

Saludar a cada uno de estos vecinos se hizo una agradable rutina, del tipo de rutina que nunca quieres evitar, que te aporta una pequeña satisfacción. Mas cuando esa rutina se altera, por algún motivo, es algo que no puedo anticipar.

Un día caí en cuenta que el matrimonio relojero no se veía más.  La luz nocturna seguía encendiéndose en la casa, noche a noche, pero la casa permanecía apagada. Al paso de los meses, las plantas comenzaron a secarse y el pequeño porche a llenarse de hojas y basura. Y así continuó al paso de unos tres o cuatro años. Y esto se convirtió en algo parecido a un cuento cuyo final no podía descifrar por carecer de datos. "Ah, los señores. Pues se enfermaron, y los hijos se los llevaron. Por eso ya no están aquí. Sé que están mejor, pero no los quieren traer para que estén solos." -me puso al día el comunicativo carnicero, una puerta enseguida del relojero. Y no dejo de mirar con una mezcla de extrañeza, que algunas plantas han sobrevivido a tanto abandono, supongo que aquellas que alcanzan lluvia ocasional se niegan a desaparecer, como si todavía esperaran a las manos que las cuidaron con esmero. Me pregunto si alguien más espera que regresen, aun cuando fuera imposible.

La señora diabética -que espero no tenga diabetes- sale menos, muy poco. Un día no muy lejano, apareció un Chevrolet Impala 69 en el porche de la casa. Igual de ruinoso que la finca, el coche lucía colosal en tan pequeño espacio, al grado que invadía la banqueta. Y entonces soñé por un momento en una estudiante que conducía esta entonces hermosa nave rumbo a alguna facultad cercana -¿Medicina? Es una posibilidad...- y me inclino a imaginar a esta persona en su tiempo de capacidades a tope, a esa edad en que se sube como la espuma, que se tiene al mundo en un puño y se puede hacer cualquier cosa. Y en contraste, cómo una enfermedad repentina que luego se convierte en crónica, una crisis económica, un mal negocio familiar, alguna desgracia, pues, trastocan esta película retro de los sesentas. No, ya no es igual. Ahora Simón Bolívar no es más el elegante boulevard que atrajo a jóvenes matrimonios de futuros pujantes, sino una avenida gris llena de hollín que se cimbra de punta a punta cada cuatro minutos que pasa un tren del Metro sobre sus cabezas. 

No, la vida no es la misma.

La dama de la residencia decadente dejó de verse muchos meses. Ni los perros salían al porche, y no se veían latas de refresco ni alguna señal de que alguien salió a tomar aire. La basura se acumulaba más en todas partes, y la casa pasó de un aspecto abandonado a un tono lúgubre. Hasta que una mañana soleada la ví cerca de la reja, con todo y sus perros. Me dio tanto gusto que hasta la hubiera abrazado, de no ser por la verja que nos separaba. "¡Señora! ¿Cómo está, dónde se había metido?" -me apresuré a preguntar. "Aquí estaba, no había salido porque no me quería enfermar, pero ¡gracias por preguntar!", me responde sonriente, y le digo entonces que me da gusto verla, de verdad, y le deseo que esté bien mientras los perros me ladran, insoportables, como si fuera a asesinar a su ama. Me retiro contento, siento que he recuperado parte del encanto de esta rutina. 

Pero todo cambia el día menos pensado. Como cuando no veía a Don Valentín tantas horas al día, y las apariciones se hicieron esporádicas. Luego, me explicaba que por el frío o por la lluvia, según el caso, sus hijas se lo habían llevado a una de sus casas, donde pasaba una o dos semanas. Pero luego se comenzó a ausentar más, hasta que un día lo ví, acompañado por familiares, en su habitual mecedora, portando una manguera de oxígeno. "Estamos malitos, mi compayito, ¿cómo ve?", y yo le decía que había que ponerse bien, para agarrar la bicicleta y navegar al aire. Y el sólo sonreía, más delgado, con una piel más fina que transparentaba sus ancianas venas. Y luego no lo ví más. La casita permanecía cerrada, y yo juzgaba por las persianas si alguien había ido a ventilarla, y le preguntaba a sus hijos y me decían que Don Valentín estaba bien, pero que no querían moverlo. Y yo le transmitía mis saludos. 

Hoy me topé con uno de sus hijos. Y al momento de preguntarle por él intuí lo que me iba a decir, lo que temía. Había fallecido el 27 de diciembre. Ya había dejado de sufrir, me explicó el hombre, sereno, a pesar que no había transcurrido ni un mes. Y se me ahogó el pésame en la garganta, porque lo extrañaré mucho. Extrañaré sus bendiciones, su don de humano cálido y sin poses, su energía de tierna vitalidad. Lo lloré, como se llora a un abuelo, a un padre. Es a quien extrañaré más.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Cómicos y Cantantes


La vida me regaló desde niño incontables oportunidades de conocer a personas famosas, la mayoría gente del medio del espectáculo. Mis padres, artistas de toda la vida, su filiación con la asociación de actores, su carisma que les hizo tener muchas amistades, y mi incursión como actor infantil, fueron factores para que a temprana edad, me viera yo acumulando experiencias, fotos y autógrafos.

En nuestra casa de Guadalajara, casi en el barrio de San Juan de Dios, era común el desfile de artistas que en su mayoría, llegaban a saludar y a charlar con mis padres. A mí me tocaba ofrecer y servirles café, y metiche como todo niño que creció creyéndose adulto, me quedaba para escuchar toda la plática. Lo mismo eran vedettes famosas en los sesentas, actores y cantantes como Mario Alberto Rodíguez, una voz fuera de serie y simpático actor que luego veía yo en decenas de películas. Igual se recibían visitas de gente de la talla de Daniel "Chino" Herrera, Oscar Pulido, Kiko y Carlo, Los Yorsis, Pompín y Nacho y otros más. De todos estos distinguidos, destaca mi padrino Roberto Cobo "Calambres", quien obviamente merece un capítulo aparte. 

No tendría siquiera 7 años, pero mi padre Enrique Zenteno, nombrado Delegado Especial de la A.N.D.A. para eventos artísticos en Guadalajara, me llevaba con él en cada ocasión que llegaba la Caravana Corona a esa ciudad, lo cual era muy frecuente. El famoso Sr. Vallejo traía 'puebleando' a una verdadera pléyade de famosos, que amontonados en un camión de autotransporte foráneo terminaban su agitada gira en la Arena Coliseo de la Perla Tapatía. Uno a uno bajaban, aburridos y agotados luego de aparecer desde temprano en Celaya, Zamora o cualquier otra ciudad cercana, y se refugiaban en los improvisados camerinos que no eran otra cosa mas que los vestidores de boxeadores y luchadores. A la mayoría los conocía mi padre y así, muy propio a tan corta edad, me ponía a platicar con ellos y, finalmente, les arrancaba una foto o un autógrafo. 

La noche transcurría para mí entre estos pasillos, viendo a distancia cómo los artistas iban subiendo uno a uno al ring sin cuerdas, improvisado foro de la caravana. Sólo en un evento de este tipo podía uno ver en una noche, a Lola Beltrán alternando con Toña la Negra, Enrique Guzmán y Javier Solís, mientras la Tariácuri, Los Locos del RItmo y Los Carreón complementaban el programa. En estas escapadas obtuve firmas de gente que recuerdo con gusto, como Celia Cruz, siempre amable y sorprendida por cómo le hacía yo preguntas; Imelda Miller, Dora María, Lena y Lola, Álvaro Zermeño, Irma Serrano, Don Pedro Vargas. Los nombres son incontables, pero de cada uno guardo un recuerdo, y de muchos su rúbrica. Recuerdo los nervios -ya estaba yo más crecidito- con que llegué hasta el camerino de Zulma Faiad, la vedette sensación de esa época, quien fumaba compulsivamente, al igual que Enrique Guzmán.


De otros foros que no eran la Caravana Corona, surgía la oportunidad para escuchar y convivir unos minutos con otras leyendas como Pepe Guízar, quien en SU Guadalajara (Así me lo escribió sobre su foto) se daba el lujo de cantar una hora completa en la Feria del Hogar con verdaderas ovaciones como premio. Del Teatro del Pueblo de esta feria provino un grato encuentro con María de Lourdes, la embajadora, quien continuamente bromeaba con mi papá sobre casarme con su hija, de edad cercana a la mía y con quien me llevaba muy bien. María tenía ese 'don de gentes' que no se encuentra con facilidad en cualquier persona, y la recuerdo con cariño por las varias ocasiones en que me tocó estar en su camerino. Elegante por naturaleza, portaba unos regios vestidos de finos brocados y pedrería, complementados por bellos rebozos. Era sencilla y de rostro amable, y de voz firme y bien modulada al cantar.

De esa misma época recuerdo que, bajo mucha vigilancia de mi madre, acompañé a una amistad al primer show del cabaret El Sarape, donde fungía como Maestra de Ceremonias; fue en ese local ubicado en la calle Gigantes en San Juan de Dios, donde fui testigo de los pininos de Vicente Fernández. De hecho, se refiere que en ese antro el cantante obtuvo su primer sueldo como cantante. Vicente abría el show, y quizá yo permanecí unos 30 minutos hasta que dieron las 10 de la noche y tuve que regresar 2 cuadras a la vieja casa de Gómez Farías 39-A, donde me entero que la estrella del cabaret era Chelo Silva, a quien los mariachis tenían que sostener mientras le acompañaban, porque ella no podía -por su estado inconveniente- permanecer de pie. A Chelo, refería mi amistad, la tenían que recargar en uno de los pilares cercanos al foro, para que terminara de cantar sin caer al piso.

A Bienvenido Granda, "El bigote que canta", lo vi sólo desde la ventana en altos de mi casa, cuando llegaba al cabaret "Ciro's". Cuando comenzaba a cantar sus éxitos, la música de la orquesta y su peculiar voz llenaban mi recámara y me quedaba dormido.

Así estuvo gran parte de mi niñez, plagada de encuentros con personajes que luego veía en películas o en la televisión. Finalmente, refiero una anécdota que tiene dos partes: a los 8 años, aproximadamente, mi padre y yo caminábamos una tarde rumbo al Parque Morelos, por una callejuela que parte de Hidalgo a Juan Manuel, y nos topamos con Capulina, quien a su vez intentaba convencer a un terco paletero de que le regalara una de agua. Tras saludar a mi padre, Capulina le pidió prestado un tostón y mi padre no tuvo más remedio que dárselo. Paleta en mano y paletero satisfecho, no quise quedarme atrás y le pedí otra pieza más a mi padre. Nos despedimos y cada quien seguimos nuestro camino. Treinta años después, en Ciudad Juárez, Capulina llegó a Diario de Juárez para promocionar su circo. No era ya el gordito antojadizo de 39 años sino un señor muy maduro que rebasaba los 70. Mientras el personal de redacción se organizaba para tomarse una foto, le recordé a Don Gaspar ese día, tres décadas atrás. No terminaba de relatarle el encuentro, convencido que lógicamente había olvidado el momento, cuando me interrumpió y me dijo: "¡Y nunca le pagué a tu padre, recuerdo perfectamente! ¡Tómate una foto conmigo, no tengo con qué pagarte que me hayas contado esto!", cosa que hice junto con algunos compañeros, despidiéndome del comediante con un abrazo. 


Siendo yo de la generación de huercos que crecimos con risotadas por pastelazos y enharinadas de Viruta y Capulina -y padres que nos acompañaron llevados al hartazgo total en el cine-, no temo agregar que me conmovió su muerte. 



jueves, 30 de agosto de 2012

Meche de Noche: la mujer perfecta.

 Era chiquita. Y también menudita, morena satinada y sensual por cualquier costado. No bien bajó del avión que la trajo del D.F., se puso al mismo tono del cónclave de vedettes que, visiblemente desveladas, la recibían en el aeropuerto tapatío disimulando la desmañanada detrás de gigantes lentes oscuros. Tenían que recibirla, aunque no hubiera dado la orden Don José. Era Meche Carreño, vaya. La estrella de la temporada en Afro Casino, el plato fuerte. Llegando del aeropuerto al night club, no bien bajó del coche y Meche ya les daba besos a todas, como si las conociera desde niña: hablaba la exótica lengua de encueratrices y cancioneras, coreógrafos y secres.

Tras bajar brevemente y mirar el local donde ensayaría horas más tarde, Meche recibía todas las atenciones del dueño, quien ya había dispuesto chofer y vehículo para trasladarla a penthouse de las Suites Bernini, pero el espíritu libre y travieso de la veracruzana tenía otros planes que no incluían libretos preinstalados. "Quiero ir a caminar al centro, tengo sed, quiero comprarme unos huaraches," anunció. Sorprendido por la decisión que debía respetar, y deseando quedar bien al mismo tiempo con la artista, Don José volteó a verme y sentenció: "Quique Gavilán te acompañará. Él será tu acompañante." Aunque ya me había saludado entre la bola, ahora toda la atención de Meche se desbordaba en unos dientes parejos y blanquísimos que dibujaban una alegre sonrisa. Se la devolví simultáneamente, mientras Don José le explicaba que era yo el Maestro de Ceremonias. Y sin más preámbulos que un "¡Vámonos, vente!", Meche Carreño y yo salimos solos a caminar desde el Afro Casino por el centro de la templada y provinciana Guadalajara ese verano de 1977.

Nunca había caminado yo con una mujer así de formidable. Lejos de tener aires de diva, la Carreño era esa mañana, la sencillez con pies. Sólo vestía -y me atreveré a afirmarlo- un vestido de tela de algodón estampado, que cualquier muchacha humilde podría portar. Ni una prenda más se adivinaba, y ni falta que le hacía: todos los lugares comunes con los que se ha descrito su cuerpo cabían en el vestido y le hacían honor. Con el pelo suelto, sin lentes de sol, gota de maquillaje o perfume, y caminando entusiasta en sandalias de cuero, Mercedes me platicaba de su experiencia del día, y yo de la mía. Me preguntaba sobre el cabaret, y yo le respondía ampliamente. A medida que nos acercábamos al crucero de Juárez y Alcalde, en una esquina un par de chicas la detuvieron: "¡Tu eres Meche Carreño!". -"¡Sí!", respondía sorprendida como si apenas lo estuviera descubriendo, y les firmaba alegre unos autógrafos. Bajamos luego por el desaparecido subterráneo donde tomamos chufas, mientras la veía deslumbrante, bebiendo de los jugos frutales como si estuviera en una ofrenda a Tlazoltéotl. Un par de cuadras más, unos humildes huarachitos  más tarde, y Meche estaba lista para ir a su penthouse a reposar antes del ensayo. La acompañé en un taxi hasta la puerta del delgado edificio de Vallarta y Unión. 

Horas después, bajo la ácida y desangelada luz de tubos fluorescentes, el viejo Afro Casino -digamos- era un rabo verde que se perfumaba con Lavanda Añeja para fisgonear lo que Meche tenía planeado. En leotardo negro, checando luces y sonido, y dándole instrucciones a Rafael Elizondo, su pianista y arreglista, la artista no hizo mucho aspaviento y hasta dio tiempo a que las vedettes se ensañaran con la vetusta orquesta. Pocos minutos estuve ahí, porque a mi parecer ninguno de los tuxedos con que yo contaba en esa época hacían honor a la rutilante presencia. En otras palabras, renté un smoking para el debut de la Carreño. Y desde las 10 de la noche, cuando la orquesta tocaba "para bailar", en el sitio no cabía un alma extra. La barra era pródiga para surtir pedidos de los reservados, y la vieja cocina -que a los clientes servía sendos platones con carnes frías y quesos y a las artistas enchiladas o chiles rellenos- estaba igual, de plácemes. Cuando me tocó abrir la variedad, recuerdo que canté por única vez "Cabaret" de Liza, en un arreglo que me había hecho el pianista de Wanda Seux. Nervioso y con ansiedad evidente, fui desgranando la larga lista de participantes en la variedad, que como yo sacaban sus mejores trapitos a los reflectores, hasta que se creó una pausa para preparar el escenario: un piano de estudio, vertical enmedio de la pista, donde se deslizaban los seguidores al compás de una seductora música, preámbulo de aquella a quien anuncié en la penumbra: "¡Con ustedes, Meche Carreño!". Y entonces la mujer menudita, chiquita y de cara pícara y traviesa, volvíase una diosa, gigante, incontenible. Sin una magna voz que la respaldara, su acto era gozar profundamente de las notas de Rafa, aderezadas con la orquesta. "La Mujer Perfecta" sonaba ya, y Meche de los cinco velos se había despojado ya del último, para subir a la cima del piano y convertirse, literal y virtuosamente, en una musa para el pianista que poemaba con ella, creaba magia e improvisaba un espectáculo sin poses, como de dos amigos que se encuentran, coinciden y celebran la existencia, el placer y la noche. 

Cabe decir que nunca antes presencie a una mujer que por unos minutos se desenvolviera totalmente desnuda y que no fuera estatua, desplazarse y evolucionar en una sensualidad que estuviera tan lejos de la vulgaridad, que no ofendería a nadie, ni siquiera a una que otra santa familia que se aventuró a presenciar el primer show, y que tuvo oportunidad de ver a esta musa gigante danzar por la pista del Afro, unas veces como pluma de nieve, otras como pantera sobre bongoes que incendiaron la noche. María de las Mercedes Carreño Nava, la dama, el mito, la otra virginidad que nos regaló a todos los que noche a noche, en ese breve lapso, fuimos copartícipes de cómo se concibe en un foro, con buena música y buen vino, una mujer perfecta












miércoles, 22 de agosto de 2012

Un reencuentro con Don Gerardo.

Tenía cerca de seis años. Como otros tantos domingos, mi padre me llevaba al Parque Agua Azul en las tardes, para que participara en el Jardín del Arte. A tan corta edad sentía ya la urgencia por jugar con los colores entre mis manos. Los lápices habían pasado de moda, y ahora los crayones eran mi arsenal para experimentar. Sentado entre verdaderos profesionales, adultos y otros niños que nos sentíamos pequeños Picassos, estaba absorto tratando de resolver alguna sencilla estampa que el profesor me había encargado, cuando de reojo veo pasar detrás de la zona de caballetes a un grupo de personas, hombres trajeados, unos diez. Unos minutos después, embobado en mi dibujo, siento una mano que me acaricia el cabello. Pensando que era mi padre no voltee, hasta que escuché su voz diciendo: "¡Salúdelo, m'ijo, es el Dr. Atl!", y entonces caigo en cuenta que él era el autor de la caricia: un viejecito de larga y blanca barba, delgado, no muy alto, vestido con un saco negro, sombrero de fieltro y sueter del mismo color. Me miraba fijamente, con una agradable sonrisa, y luego murmuró unas palabras al oído de mi padre. Aunque Don Gerardo Murillo Cornado -nativo del barrio de San Juan de Dios -cercano a donde yo crecía- era entonces un perfecto desconocido para mí, intuí que estaba frente a todo un personaje. Era el mismo político, cuentista, vulcanólogo, ensayista, periodista e intelectual que uno o dos años después se convertiría en mi ídolo desde los antiguos muros del Museo Regional de Guadalajara, donde admiraba sus volcánicos paisajes y autorretratos. Entonces decidí arrancar un pedazo de papel kraft de un pliego que llevaba para mis esbozos, y con mucha seguridad le dije: -"Dr. Atl, ¿Me da su autógrafo por favor?" Escuché unas risitas de la comitiva que nos rodeaba, seguramente altos funcionarios de cultura y educación de su estado natal, en aquel 1963. -"Encantado...", me respondió, tomando con sus temblorosas manos la pieza de papel, donde una vez que tomó un crayón blanco, estampó la conocida rúbrica de su seudónimo. 

El encuentro así terminaba. El reconocido artista se alejaba y lejos estaba yo de imaginar que a sus 87 años, viviría sólo unos meses más. Sobra decir que Don Enrique Zenteno estaba orgullosísimo de que el mismísimo padre del muralismo mexicano le hubiera dedicado estos segundos a su xocoyotito. Hablaba con un vivo gusto de algún elogio sobre mí que le había murmurado el pintor, anécdota que, sospecho yo, al paso del tiempo primero me hizo pavonearme pero luego me sonó a compromiso -no del comentarista, sino por llenar la expectativa: "el niño dibujaba bien, ahora habría que estar a la altura", pero no me dediqué a la pintura. Pasó medio siglo, y hace unos días invertí tres horas viendo sus trazos, mezclas de tonos, texturas y perspectivas. Justo ahí, desde las estupendas salas del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, sentí que regresaba por un terreno familiar. El orgullo por la anécdota, siempre me acompañará.




Autorretrato, 1948, Atl Color /cartón. De la colección del Museo  Blaisten. Enlace