La vida me regaló desde niño incontables oportunidades de conocer a personas famosas, la mayoría gente del medio del espectáculo. Mis padres, artistas de toda la vida, su filiación con la asociación de actores, su carisma que les hizo tener muchas amistades, y mi incursión como actor infantil, fueron factores para que a temprana edad, me viera yo acumulando experiencias, fotos y autógrafos.
En nuestra casa de Guadalajara, casi en el barrio de San Juan de Dios, era común el desfile de artistas que en su mayoría, llegaban a saludar y a charlar con mis padres. A mí me tocaba ofrecer y servirles café, y metiche como todo niño que creció creyéndose adulto, me quedaba para escuchar toda la plática. Lo mismo eran vedettes famosas en los sesentas, actores y cantantes como Mario Alberto Rodíguez, una voz fuera de serie y simpático actor que luego veía yo en decenas de películas. Igual se recibían visitas de gente de la talla de Daniel "Chino" Herrera, Oscar Pulido, Kiko y Carlo, Los Yorsis, Pompín y Nacho y otros más. De todos estos distinguidos, destaca mi padrino Roberto Cobo "Calambres", quien obviamente merece un capítulo aparte.

De otros foros que no eran la Caravana Corona, surgía la oportunidad para escuchar y convivir unos minutos con otras leyendas como Pepe Guízar, quien en SU Guadalajara (Así me lo escribió sobre su foto) se daba el lujo de cantar una hora completa en la Feria del Hogar con verdaderas ovaciones como premio. Del Teatro del Pueblo de esta feria provino un grato encuentro con María de Lourdes, la embajadora, quien continuamente bromeaba con mi papá sobre casarme con su hija, de edad cercana a la mía y con quien me llevaba muy bien. María tenía ese 'don de gentes' que no se encuentra con facilidad en cualquier persona, y la recuerdo con cariño por las varias ocasiones en que me tocó estar en su camerino. Elegante por naturaleza, portaba unos regios vestidos de finos brocados y pedrería, complementados por bellos rebozos. Era sencilla y de rostro amable, y de voz firme y bien modulada al cantar.
De esa misma época recuerdo que, bajo mucha vigilancia de mi madre, acompañé a una amistad al primer show del cabaret El Sarape, donde fungía como Maestra de Ceremonias; fue en ese local ubicado en la calle Gigantes en San Juan de Dios, donde fui testigo de los pininos de Vicente Fernández. De hecho, se refiere que en ese antro el cantante obtuvo su primer sueldo como cantante. Vicente abría el show, y quizá yo permanecí unos 30 minutos hasta que dieron las 10 de la noche y tuve que regresar 2 cuadras a la vieja casa de Gómez Farías 39-A, donde me entero que la estrella del cabaret era Chelo Silva, a quien los mariachis tenían que sostener mientras le acompañaban, porque ella no podía -por su estado inconveniente- permanecer de pie. A Chelo, refería mi amistad, la tenían que recargar en uno de los pilares cercanos al foro, para que terminara de cantar sin caer al piso.
A Bienvenido Granda, "El bigote que canta", lo vi sólo desde la ventana en altos de mi casa, cuando llegaba al cabaret "Ciro's". Cuando comenzaba a cantar sus éxitos, la música de la orquesta y su peculiar voz llenaban mi recámara y me quedaba dormido.
Así estuvo gran parte de mi niñez, plagada de encuentros con personajes que luego veía en películas o en la televisión. Finalmente, refiero una anécdota que tiene dos partes: a los 8 años, aproximadamente, mi padre y yo caminábamos una tarde rumbo al Parque Morelos, por una callejuela que parte de Hidalgo a Juan Manuel, y nos topamos con Capulina, quien a su vez intentaba convencer a un terco paletero de que le regalara una de agua. Tras saludar a mi padre, Capulina le pidió prestado un tostón y mi padre no tuvo más remedio que dárselo. Paleta en mano y paletero satisfecho, no quise quedarme atrás y le pedí otra pieza más a mi padre. Nos despedimos y cada quien seguimos nuestro camino. Treinta años después, en Ciudad Juárez, Capulina llegó a Diario de Juárez para promocionar su circo. No era ya el gordito antojadizo de 39 años sino un señor muy maduro que rebasaba los 70. Mientras el personal de redacción se organizaba para tomarse una foto, le recordé a Don Gaspar ese día, tres décadas atrás. No terminaba de relatarle el encuentro, convencido que lógicamente había olvidado el momento, cuando me interrumpió y me dijo: "¡Y nunca le pagué a tu padre, recuerdo perfectamente! ¡Tómate una foto conmigo, no tengo con qué pagarte que me hayas contado esto!", cosa que hice junto con algunos compañeros, despidiéndome del comediante con un abrazo.

Siendo yo de la generación de huercos que crecimos con risotadas por pastelazos y enharinadas de Viruta y Capulina -y padres que nos acompañaron llevados al hartazgo total en el cine-, no temo agregar que me conmovió su muerte.